viernes, 7 de diciembre de 2007

carta 13 de julio

Guaymas, 10 de Agosto de 1854
Querido y buen hermano
Cuando recibas esta carta ya no estaré más en este mundo. Te expongo brevemente las circunstancias que han causado mi muerte.

Dejé San Francisco el 25 de Mayo, ya te escribí por qué y cómo. Después de un viaje accidentado en el que madrugué durante doce días en una isla desierta, terminé por llegar a Guaymas, donde desembarqué el 1 de Julio. El día 13, los franceses, en número aproximado de trescientos se sublevaron. A mi llegada los franceses estaban organizados en un batallón de voluntarios al servicio de México, tenían sus oficiales bajo el mando de un comandante, buen soldado pero incapaz de dirigir una acción .
Las pretensiones y la susceptibilidad de este hombre me obligaron a dejarle el mando, que estaba por encina de sus fuerzas: condujo a los franceses al combate como si fuesen un hato de corderos y desde los primeros disparos estos se dispersaron y se comportaron con un terrible desorden. Les había dado yo un plan de ataque general del cual no ejecutaron ni el más mínimo detalle.
Los mexicanos se batieron, por lo demás, con mucho valor; su general es un hombre de una valentía incontestable y ellos lo secundaron muy bien. El combate comenzó a las cuatro de la tarde; a las seis, los franceses, desalentados, habían perdido entre muertos y heridos a una tercera parte de sus efectivos y se habían refugiado en la casa del agente consular francés donde se rindieron a discreción. En este desgraciado combate sólo pude actuar como soldado y darles el ejemplo. Tengo conciencia de haber hecho para conducirlos a la victoria todo lo que puede hacer un hombre, pero no pude retener a mi alrededor más que una veintena de soldados.
Estuve dos o tres minutos, a caballo, sobre una muralla, para mostrarles que era posible pasar al otro lado; sólo un hombre me siguió; en otra parte me lancé sólo hasta el cuartel de los mexicanos, que estaba a un centenar de pasos; ni uno sólo me siguió. Estuve algunos minutos apoyado allí, contra una muralla en ruinas detrás de la cual había soldados mexicanos y esperé que los franceses llegarán a mí. Recibí en la mano derecha un golpe de bayoneta y un disparo. Lo han visto, han creído que me habían herido y sin embargo nadie se acercó a mí. Tuve que ir yo mismo a encontrarlos.
Cuando los franceses entraron en la casa del cónsul, todo estaba perdido. Había hecho mi deber y tenía el derecho de pensar en mi seguridad; varios me aconsejaron huir y podía haberlo hecho, pues me era fácil reunir a una docena de marineros, apoderarme de un navío y ganar el mar. Perdóname hermano que no lo haya hecho; lo hubieran considerado como una fuga. Había yo venido para compartir la suerte de los franceses y he querido compartirla hasta el final; hice, deliberadamente, el sacrificio de mi vida, no me rendí y fui tomado prisionero. Ayer, 9 de Agosto, fui juzgado por un consejo de guerra y condenado a muerte. Seré fusilado mañana o pasado mañana. El general Yánez ha tenido a bien acordarme la autorización para escribirte y me ha dado la seguridad de que no tendré que sufrir ninguna humillación y que seré fusilado de pie, con los ojos descubiertos y las manos libres.
Desde que me dejé hacer prisionero, sabía que estaba haciendo el sacrificio de mi vida.
Luego de 27 días de estar en prisión, he tenido todo el tiempo para ver venir la muerte y pensar lo que representa cuando se recibe a los treinta y seis años de edad, a sangre fría, con certeza, en la plenitud de la vida y de la fuerza. No creas que he sufrido por esta situación, ni te pongas a pensar que yo considero esto como una lenta y dolorosa agonía.
No, hermano mío, no te engañes, muero con una gran calma.
Hay en mi vida una suma de bondades y maldades y yo considero el suplicio como una explicación del mal; el poco bien que he hecho y sobre todo el que he querido hacer me dan una gran tranquilidad de consciencia. Si estoy aquí es por haber tenido mis compromisos y es mi fidelidad a mi palabra lo que me lleva a la tumba. He querido hacer el bien a los hombres que me dieron su confianza y he amado sinceramente al país en el que voy a morir. Fuera de ciertos arrebatos de pasión y de cólera naturales a mi naturaleza, he deseado sinceramente el bien de este país que hubiera salido ganando con la realización de mis ideas.
Si la legislación de Francia, me hubiese apoyado cuando fui a México, tengo la convicción de que este hecho habría traído como consecuencia grandes ventajas para México, y para los infelices franceses que luchan en California, contra un porvenir sin salida.
Dependía de mí el hacer mucho mal si yo hubiese querido exaltar las malas pasiones pero puedo decir que siempre apelé a los sentimientos generosos. Mi conciencia está tranquila.
Tengo una fe profunda en la inmortalidad del alma y creo que la muerte es la hora de la libertad. Creo firmemente en la misericordia infinita del creador hacia sus criaturas.
Como he tenido tiempo para poner un cierto orden en mis ideas, he llegado a una exaltación que me hace considerar a la muerte como el momento más feliz de mi vida. Lo ves, hermano, muero tranquilo y no debes inquietarte sobre la manera en la que voy a pasar mis últimos instantes.
He dejado en San Francisco en manos del señor Gronfier, agente de la señora viuda de Lyón- Allemand, unos documentos que te serán enviados y probablemente entregados por una persona segura. Tú suprimirás y quemarás todo lo que te parezca inconveniente en esos documentos, así como ciertos escritos íntimos. Encontrarás un libro que tiene una cerradura en el que hay unas notas en las que borrarás lo que te parezca conveniente borra, entre otras cosas, ciertos sueños quiméricos que anoté cuando no tenía nada que hacer y que no deben sobrevivirme. Luego de enmendar cuidadosamente esos escritos, los guardarás para que sirvan de justificación en su caso; si mi memoria es atacada tú podrás defenderla.
Cuando Emile cumpla veinte años, tú le podrás mostrar estos documentos puesto que ya será un hombre y le dirás que estudie un poco quién ha sido su tío Gastón.
Le he pedido a un oficial mexicano que recoja de mi cadáver una pequeña medalla que llevo en el cuello y que te la envíe con un amigo que va a ir a París. Le darás esta medalla a mi sobrina como recuerdo mío y le dirás que recuerde siempre que la más grande belleza de una mujer es la sensatez, ya que una mujer debe llevar una vida seria y pensar en su casa y su familia en lugar de soñar con bailes y baratijas; todo lo que hagas para que tu hija sea una mujer de esa naturaleza, apegada a su marido, a sus deberes y a su casa, una mujer como su madre, tú lo harás por la felicidad de tu hija. En cuanto a tus hijos, dales una carrera, da a su vida una ocupación y un objetivo, de otra manera tiembla por su futuro.
Desconfía de la educación universitaria, la más detestable que conozco; tú lo sabes como yo por experiencia, nueve de cada diez alumnos salían del colegio sin haber aprendido nada. Cuida de la educación de tus hijos, que aprendan mucho, sobre todo de cosas prácticas. El duque de Aumale me ha dicho: “ Yo haré aprender a mis hijos una profesión práctica y manual para que puedan ganarse la vida “. Medita sobre estas palabras, mi querido hermano y no olvides que quien habla así es un hijo de rey. Tu posición de fortuna te permite darle a tus hijos la educación más completa que uno se pueda imaginar. No te descuides en esto, es tu deber y su futuro lo resentirá.
Te hablo de tus hijos y de ti porque luego de una separación de varios años, estamos destinados a reunirnos . Por diversas rutas y en mayor o menor tiempo, todos llegamos al mismo final: la muerte. La muerte es la reunión de aquellos que se aman.
Nuestro padre era un hombre que casi no tenía la costumbre de desarrugar su rostro severo pero después de muchos años, en mis sueños, yo lo he visto siempre sonriente y bueno. ¿ Por qué será que he conservado hacia mi madre un culto y un gran amor, yo que nunca la conocí ?. ¿Será acaso que hay entre nosotros una cadena misteriosa que empezó desde la cuna y que se extiende más allá de la tumba y en la que la vida es sólo un eslabón ?. Sí, nosotros nos volveremos a encontrar, no hay que sentir pena por quienes mueren porque ellos se volverán a reunir con quienes amaron y esperarán a quienes aman.
Tengo todavía algunas recomendaciones que hacerte: las escribo a medida que se presentan en mi espíritu. No olvides ciertos manuscritos que quedaron en manos donde tú sabes, cuánto lamento que hayan quedado. Remití, en África, al señor Borrely, la Sapie, otros manuscritos, libros y un retrato de mi madre. Le he reclamado esos objetos durante años sin que me haya devuelto lo que tiene. Son cosas que te agradaría tener y que a mí me encantaría que quedarán en tus manos.
Tú has sabido de mi relación con Héloise; de ahí nació una hija cuyo futuro me inquieta. Mi deber es recomendarte que la ayudes, dejo a tu buen corazón el cuidado de juzgar lo que podrás hacer por ella.

Conozco el afecto que tu madre siente por mí y sé que mí muerte la va a afligir. Para consolarla, dile que mi vida ha sido tan triste, echada a perder, desencantada por las decepciones que he encontrado, que en realidad ella no debe sentirse mal. Dale las gracias por todas las bondades que ha tenido para mí y que me perdone por los disgustos que le he causado.
A tu buena y excelente esposa, dile que haga que recen por mí sus hijos y que los acostumbre a hablar de su tío Gastón y a amar a su memoria. ¡ Buena Laurence ¡ Cuántas veces en el curso de mis aventuras he pensado que era mejor vivir en calma dentro de los goces santificados de la familia, con una mujer excelente como ella.
Tú sabes quienes eran mis amigos; diles que no los he olvidado. Al borde de la tumba a donde descenderé pronto, aprecio más a todos los que me quisieron y desde lo más profundo de mi corazón les estoy reconocido por las horas de felicidad que sus afectos me han dado. No olvido sobre todo a Edme de Marcy, pues de todos ha sido quien más me ha querido y a quien yo también quise.
Es hora de terminar esta carta que se ha hecho larga.
Cuando reflexiones sobre mi vida, piensa que es propio de las naturalezas excepcionales el tener cualidades y defectos que portan por vías extrañas; no debemos juzgarlos sino con una gran moderación.
Adiós mi buen hermano. Continúa con tu vida como lo has hecho hasta ahora. Sigue consagrado a tu mujer y tus hijos. Haz que yo reviva en medio de ustedes por el pensamiento y cree que el mayor pesar que siento es el no poder pasar, antes de morir, unas horas con mi familia. Adiós nuevamente, adiós por última vez y hasta la vista en un mundo mejor.
Encontrarás aquí una copia de mi sentencia. Verás que fui condenado como conspirador y sublevado, pero esto no encierra para mí un término infamante. Esta sentencia debe asimilarse a una condena política. El señor Calvo, agente consular de Francia, en Guaymas, ha actuado perfectamente conmigo en mis últimos instantes. Me ha dado muestras de interés que le agradezco y tengo que hacer ante él una reparación justa. Entre los papeles que te serán enviados desde San Francisco, hay unas que encierran notas hostiles hacia él. Te recomiendo que borres por completo todo lo que en esas notas se refiera al señor Calvo. Habrá otras cosas qué borrar pero no te las puedo señalar aquí pues mi carta podría ser leída por otras personas. Comprenderás el arrepentimiento que siento por haber escrito tales injusticias pero me consuela saber que sólo serán conocidas por ti y por mí.
El señor Calvo, se encargará de hacer llegar mis cartas a ti y a aquellas personas a quienes he escrito. Él te dará los detalles que quieras conocer sobre mi muerte y te podrá asegurar por haberlo visto, que he partido como conviene a un gentil hombre.
Estoy ahora en capilla. El señor Calvo, te explicará qué es. El sacerdote de Guaymas, acaba de salir de aquí. Es un hombre inteligente y dulce, un hombre como hacía falta para suavizar a quien ha sido leonino e indomable como yo. Pasado mañana, por la mañana, veré flamear la última bala y quemarse el último cartucho.
Mis horas postreras serán en calma y gracias a ese excelente sacerdote, veo que serán dulces. Mi corazón se vuelve a abrir a las ideas religiosas de la juventud y voy a la muerte como a una fiesta.
Si el padre Deschamps está todavía en Aviñon, escríbele de mi parte; sé que le dará gusto saber de mí.
Si tus hijos caen alguna vez en las ideas ridículamente irreligiosas en las que caí yo, hazles leer esta carta y diles que el tío Gastón, pleno de vida, de fuerza y de razón, ha muerto ante un cura, habiendo sido un hombre intrépido. Ciertamente no es el miedo el que me hace actuar así; yo no veo en Dios a un ser terrible, lo veo infinitamente bueno y misericordioso y si voy a él es que estoy poseído por el sentimiento y la necesidad de amar.
Vamos hermano, debemos decirnos adiós por última vez. Recibe al señor Calvo, como a un amigo, es tú hermano que va a morir quien te lo pide.

Gastón.

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